La corrupción es el tema de moda. Y no es que no hayamos intentado buscar –por enésima vez– una solución viable que, de una vez por todas, elimine este mal que aqueja a la sociedad. Lo distinto en la actualidad es que los rumores de corrupción se han confirmado con datos, evidencias y hasta personas dispuestas a declarar sobre toda una red que operaba, y de seguro sigue operando, de manera sistemática.
Los casos de corrupción son evidentes, pero las soluciones aparentemente no. Tras escuchar diversas opiniones –asambleístas, economistas y representantes de la sociedad civil– sobre el proceder que debe ser adoptado para hacer frente a este fenómeno, creo firmemente que estos hechos se repetirán en un tiempo que será determinado por el cinismo de las personas y por no entender la raíz del problema.
En un artículo anterior explicábamos cómo la corrupción debe ser vista como un efecto más no como el problema en sí. Sin embargo, seguimos con la intención de “combatir la corrupción” directamente sin cuestionarnos dónde está el problema.
Es momento de generar más cuestionamientos sobre el porqué se genera este fenómeno que puede ser considerado como una mera interacción entre partes de la cual ambos bandos salen beneficiados. Dicho de esta forma, la corrupción puede ser catalogada como una transacción más, claro está que para perjuicio de los intereses de muchas otras personas, sobre todo de quienes pagan impuestos.
Los orígenes de la corrupción son varios y la visión apropiada para desagregarlos es segmentando la corrupción en dos clases: la corrupción entre entes privados y entre una entidad privada y una estatal. La primera clase identificada de corrupción pasa desapercibida, mientras que la segunda figura habitualmente en los medios de comunicación.
Ahora, analicemos la interacción entre entes privados y estatales. Analicemos las transacciones más cotidianas, del día a día. Debemos ir a las situaciones más básicas de las interacciones entre individuos para comprender que la corrupción no solo son casos que involucran millones de dólares, altos funcionarios públicos o ambas.
Toda interacción tiene un costo para las partes que la realizan y, lógicamente, ambas partes pretenden obtener un beneficio resultante de dicha interacción. Si a este proceso sumamos una ley o normativa que regula dicha interacción, el costo de la misma va a aumentar.
El primer cuestionamiento que podríamos plantear es si el marco legal en el cual actualmente se desenvuelven los agentes (privados o públicos) es el adecuado y el más eficiente. Claro está que un proceso legal / normativo pesado, engorroso aumentará el costo de cada una de las transacciones y, por ende, los agentes buscarán medios “alternativos” para obtener los beneficios esperados o plantearán un marco de acción “paralelo”. Esto, de manera simple, es corrupción.
Es cierto, Ecuador está entre los cinco países más corruptos de América del Sur, de acuerdo con el Índice de Percepción de Corrupción 2019. También es cierto que la gran mayoría de ecuatorianos queremos que las personas que comenten actos de corrupción sean aprehendidos. Sin embargo, mientras tengamos normativas y leyes que nos cuesten demasiado tiempo y dinero –es decir, que sean ineficientes–, será más probable que las personas busquen caminos alternos, cayendo irremediablemente en corrupción.
El costo de la legalidad en Ecuador es sumamente alto –basta ver cuánto tiempo y dinero toma abrir un negocio en Ecuador– y poco se menciona a este factor como uno de los generadores de la corrupción. El primer paso para combatir la corrupción es saber por dónde comenzar; el problema de hacerlo es que se desnudarían muchas otras falencias vinculadas al Estado. Es hora de que, en la agenda de la corrupción, empecemos a cuestionar más.
Comments