Transcurre poco menos que una década desde que la tranquilidad regresó a un continente que fue devastado por la guerra, la locura y el extremismo. Europa, aunque para ser más exactos, su parte occidental, está regresando lentamente a una situación que permite el crecimiento y prosperidad que la amenaza nacionalsocialista les había arrancado.
Los nuevos gobiernos de esta Europa occidental –repúblicas y monarquías de corte liberal– buscaban encontrar una forma de prevenir que un desastre como la Segunda Guerra Mundial pudiese volver a ocurrir en sus territorios. Gracias a la intervención estadounidense, los dos principales rivales europeos del último siglo, Francia y Alemania, estaban recuperándose. Esto, a pesar de que el miedo a una nueva guerra era muy latente entre las nuevas superpotencias ganadoras, Estados Unidos y la Unión Soviética, debido a que su relación se volvía cada vez más tensa mientras buscaban consolidar sus áreas de influencia entre los Estados del oeste y del este europeo.
En medio de esa inseguridad en las relaciones y las perspectivas de las naciones europeas, las viejas ideas de una Europa Unida que habían sido propuestas por el Conde von Coudenhove-Kalergi, y que ahora resonaban en las palabras del victorioso Winston Churchill al pedir por unos “Estados Unidos de Europa”, empezaban a tener sentido para políticos de Francia, Italia, Luxemburgo, Bélgica, los Países Bajos y Alemania occidental.
Pero, ¿cómo reconstruir los países arrasados por la guerra, prevenir que otra suceda, y unir a esas naciones en torno a su identidad europea? De acuerdo a los que luego serían los Padres de Europa –y sobre todo para Robert Schuman y Jean Monnet, franceses con orígenes germanos, que delinearían sus ideas de integración europea en el Plan Schuman de 1950– la solución se hallaba en un libre mercado delimitado jurídicamente para los principales productos industriales que se intercambiarían entre los países firmantes: acero y carbón, el esqueleto y el calor del desarrollo.
El plan original de Schuman y Monnet fue rápidamente aceptado por los gobiernos de Alemania occidental, Italia, Francia y las monarquías del Benelux, ahora constituidas como unión aduanera, al firmar el Tratado de Paris. Este tratado los vinculó como miembros de una Comunidad Europea del Carbón y del Acero, con políticas coordinadas y un mercado libre y común para la producción y el intercambio de esos productos.
Los cimientos de un gran mercado europeo ya estaban armados, y el fundamento de una unión entre naciones europeas que “hiciera la guerra impensable y materialmente imposible” ya era una realidad.
La CECA (Comunidad Europea del Carbón y el Acero) fue todo un éxito durante sus primeros 6 años. La cooperación franco-alemana era más intensa que nunca hasta ese momento. El Benelux se fue configurando como una unión que contaba con más y más facultades políticas, y la República Italiana inició un periodo de estabilidad política y de crecimiento económico sostenido. La influencia positiva de la CECA con sus instituciones y fundamentos liberales estaba moldeando un presente pacífico y un futuro próspero.
Para 1957, la CECA quedó corta en comparación con las aspiraciones políticas y económicas de los países firmantes que habían visto cómo ese mercado libre y común de productos, el cual era la base de la industria, les era no solo útil políticamente sino necesario. Esta vez, pedían una mayor liberalización y mayor unidad política, con la pregunta: ¿por qué quedarse únicamente en el carbón y el acero?
Este primer periodo de integración coincidió con el inicio de la era nuclear, por lo que las políticas de los países miembros incorporaron un enfoque hacia ese sector. El tratado de Roma del 57 creó dos instituciones nuevas para los países que pertenecían a la CECA: la Comunidad Económica Europea, que actuaba como unión aduanera y mercado común entre los firmantes; y la Euratom, una entidad de coordinación para los sectores centrados en la explotación energética nuclear de los países miembros.
El éxito de las tres comunidades –que serían fusionadas en 1967 como las Comunidades Europeas– fue tan grande que, durante los 30 años que funcionaron simultánea y autónomamente, muchos otros estados europeos, algunos tan ricos como el Reino Unido o desarrollados como Dinamarca, se unieron al grupo por los beneficios que éste les otorgaba.
Con la caída del comunismo en Europa del este y el ejemplar trabajo de las Comunidades Europeas en la integración política y económica bajo los principios del mercado, surgió la necesidad de reorganizar el sistema ante las solicitudes de los Estados que querían unirse.
El Tratado de Maastricht de 1992 amplió la Comunidad Europea y cambió su nombre a Unión Europea, dando más facultades de mercado entre sus miembros con libre circulación de bienes, capitales, mercancías y personas y con planes para una moneda común entre todos. Este tratado también institucionalizó la identidad común europea con una ciudadanía europea adicional a la nacional.
Actualmente, muchas naciones europeas –e incluso algunas no europeas– han buscado integrarse en esta unión, quizá percibiendo inconscientemente los beneficios del mercado y la supranacionalidad. Los principios de democracia y las estrategias económicas adoptadas por la Unión, entre ellas el euro, han hecho de esta región del mundo un referente liberal más allá del nivel nacional, llegando incluso a poder ser considerados como una potencia emergente en el concierto de las naciones.
El modelo europeo es digno de ser emulado por todas las naciones del mundo, buscando en las bondades del mercado las causas para luchar por paz y prosperidad.
Fuentes Consultadas:
https://europa.eu/european-union/about-eu/history/1945-1959_en
https://europa.eu/european-union/about-eu/history/founding-fathers_en
https://europa.eu/european-union/about-eu_en
Fotografía obtenida en: http://www.euronews.com/2015/05/05/how-world-war-ii-shaped-modern-germany