Cuando de elecciones hablamos, parecería ser que los ciudadanos nos acercamos a una carrera contra reloj en que las preferencias u opciones por uno u otro candidato no se hacen esperar, como tampoco se pierde el deseo de depositar una decisión en las urnas en medio de tanta zozobra política. Sin embargo, hay que recordar que la esperanza es como la sal, no alimenta pero da sabor al pan. Y no es que quiera ser pájaro de mal agüero, ni mucho menos; solamente trato de decir, con ánimo reflexivo, que la acción de votar supone un acto cívico y racional más que un momento de fogosidad sentimental, emocional o folclórica.
El ridículo de un instante puede arruinar la carrera de una vida, y más aún cuando se trata de la vida institucional de una Nación y de la gobernanza y orden político de todo un pueblo; de toda una comunidad política que configura, bajo sus decisiones –acertadas o erróneas– el direccionamiento del enfoque social, económico y administrativo sobre el cual se construye y se articula el Estado. Por ello, la acción de votar debe estar íntimamente ligada al acto de conciencia cívica que supone anteponer los intereses de la Patria antes que los intereses individuales, haciendo de la conciencia una virtud moral enmarcada en el cúmulo ejercitable de la acción intelectual, racional y argumentativa sobre la cual se basan nuestras decisiones.
Ciertamente, muchos pensarán que el sufragio activo se desvanece cuando el panorama democrático es incierto y las propuestas de un cambio “brillan por su ausencia”, situación que conlleva a la realización de un acto de rebeldía contra el sistema político poco deliberativo y poco participativo. Dicho acto, parte de la consideración de que es mejor batallar en la arenga de la indecisión como acto de confrontación a las ideas de los candidatos; presionando y retando a éstos en la finalidad de que logren desatar el nudo que ha forzado hilos enredados en una coyuntura política marcada por la cultura del espectáculo, el show mediático, la propaganda clientelista y el populismo demagógico. En efecto, puede ser que tengan razón y que con esos argumentos quede más que legitimada la acción popular de votar nulo en favor de la lucidez democrática y en contra de tanta politiquería.
Quisiera –yo mismo– darle la razón a tanto indeciso, pero prefiero hacer mías las palabras que se encuentran escritas en un libro de mi escritor favorito, José Saramago, denominado “Ensayo sobre la Lucidez” que dicen: “Votar nulo o en blanco es un derecho irrenunciable, nadie os lo negará, pero así como les prohibimos a los niños que jueguen con fuego, también a los pueblos les prevenimos de que no les conviene manipular la dinamita”. Lamentablemente, y tengo que decirlo con aplomo, los indecisos están a punto de hacer explotar una dinamita en vano, pues están queriendo jugar en el espectro político con árbitro en contra y en una cancha arrebatada por el despotismo en que tienen libre entrada la manipulación, el fraude, los favores políticos y el engaño populista que terminan reemplazando la verdadera política (bajo el escrutinio popular) con una politiquería que activa la ley del más vivo.
En esta sociedad (hablo de la ecuatoriana) donde lobos se disfrazan de corderos, la democracia puede convertirse –como lo decía Ortega y Gasset– “en el poder más absoluto y autoritario que existe”, pues la ley electoral vigente (mal llamada “Código de la Democracia”) establece que los votos nulos o blancos no corresponden a los votos válidos, lo cual convierte a la decisión del elector en una decisión que no cuenta ni cuantitativa ni cualitativamente. Los nulos o blancos no existen en la democracia ecuatoriana, que hace y deshace –o mejor dicho, ejecuta con ellos– una suerte de “descarte” con gran ventaja hacia el candidato que se encuentra primero, para aumentar de esa manera el porcentaje de votos válidos e impedir así un contrapeso e incluso una segunda vuelta electoral.
Que el gobierno de turno utilice esa artimaña jurídica a su favor ya no es novedad. La maquinaria del Estado se ha utilizado en plena campaña electoral a favor de un solo candidato y sin control alguno, pues en un reino de animales políticos empieza a legalizarse lo que no se puede vencer (el Gobierno nunca podrá vencer el clamor popular por un cambio o correctivo en el sistema político), dando preferencia a que opere la “ley de la selva” e imponiéndose con un ejecútese la frase de “sálvese quien pueda y que los demás se jodan”. Nuevamente allí se encuentra la imperfección moral del género humano, aquélla que termina por arrebatar los derechos y las libertades a los ciudadanos.
Ante ese panorama, no se puede pensar en votar nulo o blanco pues devendría en anulación de la propia libertad cuando impera el poder tiránico sobre la soberanía popular. El voto ya no es una legitimación democrática de participación ciudadana; simple y llanamente, se ha convertido en un acto sometido a la desenvoltura de quienes nos gobiernan. Como dice Saramago: “Puede suceder que un día tengamos que preguntarnos Quién ha firmado esto por mí”. En nuestras manos está impedir la anulación de la libertad y direccionar la brújula política hacia un cambio verdaderamente positivo o seguir siendo esclavos del sistema que nos obliga a decir: “Hoy es un mal tiempo para votar…”